Querida Cali: Me llamo Agustín, tengo 19 años, y esto pasó hace unos meses en la costa. Una de esas noches donde el calor te pega en la piel, y la cabeza te pide hacer algo zarpado, algo que sabés que no deberías, pero tu cuerpo no puede resistir. Salí a caminar esperando encontrarme algún travesti con quien divertirme, pero me encontré algo muchísimo mejor, y gratis.
La vi de casualidad: Laurita Fernández. Salía de un parador iluminado por luces amarillas que se mezclaban con el sonido del mar. Mini short blanco que apenas cubría sus hermosas piernas, remera corta que dejaba ver su abdomen plano y las tetas firmes, redondas, con pezones marcados que se marcaban bajo la tela. Su pelo rubio suelto, brillando bajo la luz, y esa forma de caminar que mezcla gracia y provocación.
No estaba sola. La acompañaba un tipo enorme, un negro alto, espalda ancha, brazos musculosos que parecían hechos para romper puertas. Caminaban pegados, riéndose, con esa complicidad de quienes se conocen hace mucho. Se los veía entonados, pero no tan borrachos como para no saber lo que hacían.
Sentí una adrenalina rara que me llevó a hacer algo que no acostumbro a hacer. Los seguí. A distancia, obvio. Se metieron en un pasillo angosto que conectaba con los departamentos frente al mar. El corazón me latía como un tambor. Vi cuando abrieron una puerta y entraron. Quedé parado, dudando, pero el morbo pudo más. Busqué una ventana lateral y ahí estaban.
La escena me golpeó como un cachetazo: Laurita apoyada contra la mesa, él cerrándole la boca con un beso violento. Ella lo agarraba del cuello, arqueando el cuerpo como si le faltara el aire. La remera voló en segundos, dejando ver un corpiño negro mínimo, apenas conteniendo los pechos perfectos, firmes y brillantes de transpiración y deseo.
Escuchaba su respiración agitada mezclada con una risa nerviosa.
— Dale… haceme mierda — susurró Laurita, y sentí cómo se me helaba la espalda.
El tipo la levantó como si no pesara nada. El short cayó, dejando ver una tanga negra enterrada entre un culo perfecto, redondo, mojado. La apoyó contra la pared. Laurita se prendió a sus hombros mientras él le bajaba la tanga con una mano.
Yo no podía ni parpadear. Mi pija estaba dura, apretando contra el short. Apenas respiraba.
— Tenés la concha más rica que vi en mi vida — le dijo él, con un acento raro, y se la clavó de una.
Laurita gritó, pero no de dolor: de placer puro. Las piernas le temblaban, los gemidos se mezclaban con golpes secos. Cada embestida hacía que las tetas rebotaran como dos globos perfectos, el pelo pegado a la cara por el sudor.
La giró y la apoyó sobre la mesa, arqueando la espalda. Ahí vi el culo más hermoso que imaginé en mi vida, abierto, brillando por el jugo que le chorreaba. Él la destrozaba, pero ella parecía volar, mirando el techo, gimiendo como loca.
— Sí… sí… más profundo… ¡no pares! — jadeaba, mientras él la penetraba sin compasión, cada golpe más rápido que el anterior.
Ella se mordía los labios, cerraba los ojos, y de vez en cuando lo miraba, clavándole la mirada, cómplice del fuego que los envolvía.
— ¡Hijo de puta! ¡Así, más fuerte! — gritaba mientras él la levantaba de nuevo, poniéndola de rodillas sobre la mesa y volviéndola a penetrar.
El sudor brillaba en cada centímetro de sus cuerpos. Su respiración era un torbellino, sus gemidos se mezclaban, la mesa temblaba con cada embestida. Laurita estaba abierta, entregada, jadeando con la boca abierta y los ojos brillantes, cada músculo tenso y vibrando de placer.
— ¡Sí… sí… me hacés explotar! — jadeó, mientras él aumentaba la velocidad, hundiéndose hasta el fondo cada vez más, agarrándola fuerte de las caderas, levantándola, girándola, explotando con ella en cada movimiento.
Yo estaba ahí, contra la ventana, con la mano en el pantalón, apretando, acabando al ritmo de sus gemidos. Cada golpe, cada gemido, cada movimiento se sentía casi tangible. El olor a sexo, sudor y piel me envolvía aunque estaba afuera.
El tipo la tumbó sobre la mesa boca abajo, y Laurita arqueó la espalda, dejando el culo al aire. Él no se detuvo. Golpeaba duro, profundo, mientras ella gemía y lloraba de placer, el pelo pegado a la cara, los pechos chocando contra la madera.
— ¡Sí, así, la concha de tu madre! ¡Me llenás toda! — gritó Laurita, mientras el negro le daba con fuerza y ella se retorcía sobre la mesa, sus manos aferradas al borde, el cuerpo temblando, empapado en sudor y jugo.
Finalmente, los dos cayeron jadeando. Laurita estaba sobre la mesa, el pelo desordenado, los labios húmedos y la sonrisa de “quiero más” pintada en su cara. Yo seguía ahí, duro, temblando, completamente consumido por la escena que acababa de presenciar. Nunca voy a olvidar esa noche, ni ese cuerpo, ni esa manera de entregarse sin reservas.
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