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Querida Cali: Una noche salvaje, con Eva Anderson

 Querida Cali: Me llamo Federico, y tuve una noche salvaje con Evangelina Anderson. Esta es mi historia:


El cielo se volvió gris en cuestión de minutos. Esa luz rara que anuncia que algo feo viene bajaba sobre el barrio, y yo, con las manos apretadas al volante, miraba cómo el limpiaparabrisas apenas podía con el agua que caía. No conocía esas calles, todas parecían iguales, y la tormenta las había vaciado por completo.


El motor hizo un ruido seco, tosió dos veces y murió. Giré la llave otra vez, y nada. Ni un intento.


—La puta madre… —me salió casi un llanto, golpeando el volante.


El aire adentro del auto estaba denso, con olor a humedad, y me estaba empezando a empapar aunque todavía no había abierto la puerta. Sabía que si me quedaba ahí, me iba a cagar de frío, así que agarré la mochila, la colgué al hombro y me lancé al agua.


El golpe fue inmediato: la lluvia me pegó en la cara como agujas heladas. En segundos la camisa se me pegó al pecho y los jeans me pesaban como si me hubiera tirado vestido a una pileta. Las zapatillas hacían un chapoteo desagradable a cada paso.


Entre las sombras, a lo lejos, vi una casa enorme, iluminada. Fachada cuidada, de esas que parecen sacadas de una revista de decoración. No lo pensé demasiado: aceleré el paso, esquivando charcos hasta subir al porche. Toqué el timbre dos veces, fuerte, con la urgencia de quien no tiene plan B.


La puerta se abrió y apareció ella.


Rubia, piel clara, labios pintados de rojo intenso. Un vestido negro que se le pegaba al cuerpo y que, a pesar de ser sencillo, dejaba claro que ahí abajo había curvas de las que no se olvidan. Tendría unos cuarenta y pico, pero esa edad que no resta, que suma. Me miró de arriba abajo y sonrió, no como si fuera un indigente, sino como quien ya está imaginando algo.


— Te agarró la tormenta, ¿no? — su voz era grave, suave, como un ronroneo.


— Sí… el auto… se me paró — dije, consciente de que estaba chorreando agua sobre su alfombra.


— Entrá. No te vas a quedar ahí empapado.


Crucé el umbral y el perfume me llegó al instante: dulce, caro, con un toque especiado que se mezclaba con el olor a madera encerada.


— Soy Evangelina — me dijo, extendiéndome la mano, y ahí la reconocí. Evangelina Anderson, una de mis primeras pajas, tal vez la mina más hermosa del país.


La estreché. Piel tibia, dedos suaves, uñas impecables pintadas de rojo. — Federico.


Me guió hasta un living amplio. Sillones de cuero, una alfombra persa, cuadros grandes con marcos dorados. La luz cálida y el contraste con el frío de afuera me hicieron sentir como si hubiera entrado en otro mundo.


— Esperame acá — dijo, y se fue.


Volvió con una toalla enorme y una bata blanca de tela gruesa. — Secate, no quiero que te resfríes.


Me pasé la toalla por el pelo, la cara, el cuello. Ella me miraba mientras yo me secaba, no disimulaba. Su mirada bajó un segundo más de lo socialmente aceptable. Cruzó las piernas despacio, y la tela del vestido se estiró sobre sus muslos.


— ¿Querés algo caliente? Un café, un té… — preguntó.


— Café está perfecto.


— Vení conmigo — dijo, y me llevó a la cocina.


Era tan elegante como el resto de la casa, pero más íntima. Mesada de granito, electrodomésticos brillantes. El vestido se le marcaba en la cintura, y cada paso hacía oscilar sus caderas. Cuando se inclinó para sacar una taza del bajomesada, la tela se tensó sobre el culo. Fue un segundo, pero me lo grabé en la mente.


El aroma del café llenó la cocina, pero no era lo único que estaba despertando mis sentidos. Me pasó la taza y nuestras manos se rozaron. El contacto fue breve, pero sentí un cosquilleo subir por el brazo. Ella lo notó, porque sonrió apenas antes de dar un sorbo a su propia taza.


Volvimos al living. Esta vez se sentó a mi lado, no enfrente. La tela del vestido rozó mi rodilla.


— Podés quedarte hasta que pare… pero nada es gratis — me dijo, casi en un susurro.


— ¿Nada es gratis? —quise hacerme el boludo, pero la mano que apoyó en mi muslo lo dejó claro.


— Quiero que esta noche sea nuestra. Vos y yo.


La miré a los ojos, buscando un gesto de broma. No había.


— ¿Y tu marido? — pregunté.


— Ya no estamos juntos. Y aunque estuviera… — sus dedos subieron un poco más, presionando sobre mi pija por encima del jean — no está acá…


Me llevó al baño. Grande, con azulejos de mármol y una ducha que parecía de spa. Abrió la canilla y el vapor empezó a llenar el ambiente. Se desabrochó el vestido con lentitud, dejando caer la tela al suelo. No llevaba corpiño. Las tetas, firmes, con pezones rosados duros por el cambio de temperatura, quedaron a la vista. Yo me saqué la camisa mojada, sintiendo cómo la tela fría se despegaba de la piel, y notando que mi pija ya empujaba fuerte contra el jean.


— Quiero verte — dijo, y esa mirada me sacó cualquier resto de timidez.


Nos metimos bajo el agua caliente. El primer contacto de su piel contra la mía fue como electricidad. Me besó con ganas, su lengua moviéndose rápido, las manos bajando por mi espalda hasta apretarme el culo. El agua resbalaba por su cuerpo y me permitía sentir cada curva al tacto.


Me empujó contra la pared, bajó la vista hacia mi erección y, sin aviso, se arrodilló. Su boca se cerró sobre la cabeza de mi pija, caliente y húmeda, y un gemido se me escapó. Jugó con la lengua en el frenillo y después me la tragó entera. La presión, la temperatura, el ruido húmedo… todo me tenía al borde en segundos.


— Dios… —murmuré, aferrando sus cabellos.


Intenté avisarle que iba a acabar, pero no se detuvo. Lo hice adentro de su boca, sintiendo cómo tragaba cada gota sin apartar la mirada de la mía.


— Ahora me toca a mí — dijo juguetona, guiándome al dormitorio.


Se sentó en el borde de la cama, abrió las piernas y me miró fijo. — Me vas a comer la concha.


Me arrodillé y hundí la cara entre sus muslos. El olor era intenso, mezcla de jabón y sexo. El sabor, dulce y salado a la vez. La lengua recorrió cada pliegue, y ella gemía, apretándome contra su sexo. Movía las caderas contra mi boca, cada vez más rápido, hasta que la sentí temblar y aferrarse a la sábana con firmeza.


Se subió encima mío y me clavó la mirada mientras me guiaba adentro suyo. El calor, la presión, la humedad me envolvieron de golpe. Empezó a moverse despacio, mirándome a los ojos, y yo la agarré de las caderas para embestirla más fuerte. Sus tetas rebotaban cerca de mi cara, y las chupé, mordiendo suave.


— Así, Fede… más fuerte… llename… — gemía, y sentía cómo su concha me apretaba cada vez más.


Aceleramos juntos, y el choque de nuestros cuerpos se mezclaba con los jadeos y el crujido de la cama. Acabamos otra vez, casi al mismo tiempo, y el calor de mi leche llenándola fue la última descarga antes de caer agotados.


Quedó sobre mí, respirando agitada, con una sonrisa satisfecha. 


— Inolvidable — susurró. Y tenía razón…


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