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El Taller de Deseos de Laurita - Cap 3 & 4 | by: @PanaBostero

 El Taller de Deseos de Laurita – (Capítulo 3) 

Había algo en ese lugar que la llamaba. No era solo la soledad. Ni el polvo. Ni el eco. Era otra cosa. Cada vez que Laurita volvía al taller, algo dentro suyo se encendía distinto. Como si ese rincón escondido del canal supiera exactamente lo que necesitaba. Ese día llegó vestida de forma casual, pero matadora. Chaqueta de gabardina beige, minifalda haciendo juego, un enterito blanco cavado por debajo que apenas la contenía… y tacos claros que marcaban cada paso con un clac clac que retumbaba entre las estructuras de escenografía. 


Miró el espacio. El aire tenía ese olor tan característico: mezcla de madera, tela, restos de pintura y algo más... algo suyo. Caminó hasta una de las mesas altas de trabajo, donde las tablas de MDF estaban apiladas como si esperaran ser parte de un decorado que nunca se terminaría. Pasó la palma por la superficie. Estaba llena de polvo. Eso no la detuvo. Con calma, se sacó la chaqueta y la dobló para usarla como un pequeño acolchado. La apoyó sobre el centro de la mesa. Y se subió. Primero se sacó la pollera, desabrochando los costados con un leve crujido. Después, bajó el enterito blanco, que al quitárselo dejó ver que no llevaba nada debajo. Solo ella. Su piel. Su deseo. Quedó completamente desnuda. Solo con los tacos puestos. El aire le rozaba la piel erizada. Y su respiración ya se había vuelto más profunda, más cargada. Se acomodó sobre la chaqueta, sentándose con las piernas abiertas, bien abiertas. Apoyó las palmas detrás suyo. Cerró los ojos. Y empezó a tocarse. Primero suave. Dibujando círculos. Explorando. Cada roce era una descarga. Su humedad era inmediata. Incontrolable. Y eso la excitaba aún más. Con una mano buscaba su clítoris. Con la otra, bajaba por su vientre, se acariciaba los costados, se tomaba los pechos, se apretaba, se exploraba con hambre. Cada tanto abría los ojos, miraba el lugar como si alguien pudiera estar espiando… y eso le sumaba más morbo. 

Los dedos se aceleraban. La respiración también. Su cuerpo empezaba a temblar, a buscar algo más profundo. Se estiró un poco hacia atrás y levantó las caderas, dejando la pelvis bien expuesta, los muslos tensos, los pies firmes con los tacos sobre la madera. La espalda se arqueaba. Y con una precisión nacida de tantas veces en ese lugar, se metió los dedos, sin pedir permiso. Los movía adentro y afuera, mojados, rápidos, decididos. Y en simultáneo, se rozaba el clítoris con la otra mano, casi temblando. Ya conocía ese punto. Ese instante en el que el cuerpo se rinde por completo. Ese lugar que ninguna cama, ninguna ducha, ningún camarín le daba. Solo el taller. Solo esa mesa. Solo esa suciedad. Y ahí pasó otra vez. Un gemido fuerte, casi animal, le subió por la garganta. Las piernas se tensaron. Los dedos se hundieron más. Y de repente, como un disparo, su cuerpo expulsó un chorro caliente, húmedo, salvaje. Un squirt. Otro. Y otro. Salpicaron la chaqueta, la mesa, el borde de su taco. Y ella… no lo podía creer. —No puede ser… otra vez… Abrió los ojos, agitada, temblando, con el corazón a mil. Una sonrisa se le escapó entre los labios. Le pasaba siempre ahí. Siempre en ese lugar. Y ese misterio la volvía loca. La hacía volver. La hacía entregarse sin culpa. Miró el charco que había quedado sobre la mesa. Humedecía el polvo. Era su marca. Su secreto. Se limpió con lo que encontró. Se vistió sin apuro. Y antes de irse, se asomó por la puerta, chequeando que nadie la viera. Sus tacos sonaron una vez más sobre el piso. Atrás quedó la mesa. Mojada. Marcada. Cargada de algo que los técnicos no sabrían explicar. Pero ella sí. Ella sabía todo lo que había dejado ahí. Y sabía también… que volvería.


El Taller de Deseos de Laurita – (Capitulo 4) 

Che… —¿Otra vez? Los técnicos se miraban junto a la mesa. La superficie de madera tenía una marca húmeda irregular, justo en el centro. Y un aroma extraño, dulce, seguía presente en el aire. —No es agua. —Y no es pintura. —Yo te digo que acá alguien viene a… —Dale, no flashees. ¿Quién va a venir a hacer algo así acá? Uno de ellos, el más joven, se quedó en silencio. Y al final del día, cuando todos se fueron, volvió con algo entre manos. Una pequeña cámara. Portátil. Discreta. Sin sonido. Solo imagen. La colocó en lo alto, entre decorados, apuntando justo a esa mesa. Y la dejó grabando. --- Esa noche, Laurita volvió. Pero esta vez no improvisó. Se cambió especialmente para esa visita. Llevaba un buzo ancho negro, con capucha, que se sacó apenas entró. Debajo: un conjunto bordó oscuro, de lencería suave. Un body ajustado, con cortes en los costados, sin sostén, sin bombacha. Arriba de eso, una camisa blanca suelta, apenas cerrada con un botón en la cintura. Y tacos. Siempre tacos. En la cartera traía algo más. Algo pequeño. Recargable. De color metálico. Lo venía pensando desde hacía días. “Si ese lugar me hace lo que me hace… ¿qué pasará si llevo esto?” Caminó segura hasta la mesa. La chaqueta del día anterior ya no estaba. Pero no le importó. Se subió igual. La madera áspera contra su piel le dio un escalofrío. Se sentó con las piernas semiabiertas, la camisa desabrochándose con el movimiento. El aire tibio del taller le rozaba los muslos. Sacó el juguete. Lo encendió. Una vibración sorda llenó el espacio. Apenas un zumbido, pero a ella le bastaba. Lo apoyó en su centro. El contacto fue inmediato. El efecto, brutal. Sus labios se abrieron apenas. El cuerpo se inclinó hacia atrás. Una de sus manos fue a su pecho, lo acarició. La otra sostenía el pequeño aparato que la hacía temblar. El placer crecía rápido. Como si el taller mismo la reconociera. Como si el aire supiera que esa mujer volvía a entregarse a algo que no podía explicar. Jugaba con el ritmo, cambiaba la intensidad. Se mordía los labios. Se abría más las piernas. Se inclinaba hacia adelante, como si alguien pudiera estar mirándola. Y sin saberlo… alguien lo estaba. Desde arriba, silenciosa, la cámara captaba cada gesto. El brillo en sus muslos. La forma en que su cuerpo respondía. El temblor que la recorría. La forma en que el juguete se deslizaba y desaparecía, para volver, mojado, brilloso. Ella no sospechaba nada. Estaba perdida en su deseo. Y lo sabía: ahí, en ese rincón, siempre pasaba lo mismo. El cuerpo se le tensó. El vientre vibró. Y con un gemido breve, contenido, una oleada de humedad salió disparada, golpeando la madera. Otra vez. Más intensa. Más descontrolada. Laurita bajó la cabeza, temblando. Apagó el juguete. Sonrió sin creerlo. —No puede ser… otra vez... Se vistió en silencio, recuperando el aliento. Guardó todo. Se fue. Sin mirar atrás. La cámara seguía grabando.  


El taller estaba en silencio. El mismo silencio de siempre… pero para él, ya no era el mismo lugar. Matías, uno de los técnicos más jóvenes, había llegado temprano. No había dormido bien. Había pasado la noche entera pensando en esa cámara escondida, y en lo que podía haber captado. La prendió. Revisó los archivos. Retrocedió hasta la noche anterior. Y ahí estaba. Laurita. La mismísima Laurita. En la pantalla se la veía entrar, sola, en penumbras. Llevaba un buzo negro, una cartera. Parecía tranquila, casi distraída. Pero lo que vio después lo dejó helado. Ella se sacaba el buzo. Después la pollera. Después, todo. Quedaba desnuda. Se subía a la mesa. Y entonces aparecía ese pequeño objeto metálico. Matías sintió el corazón latirle con fuerza. Se le secó la garganta. Avanzó el video con cuidado. Las imágenes eran claras. Su respiración se volvió pesada. La vio moverse, tocarse, abrirse. Vio cómo se arqueaba. Cómo usaba el juguete. Cómo gemía, aunque no se escuchara. Y finalmente, cómo su cuerpo reaccionaba con un sacudón que terminaba en una descarga… húmeda. Violenta. Innegable. La misma mancha de siempre. Ahora tenía explicación. Ahora tenía nombre y rostro. Se quitó los auriculares. Cerró el archivo. Se quedó mirando la pantalla unos segundos, inmóvil. No podía creerlo. La mujer que todos admiraban, la estrella del canal, la más elegante, la más correcta… Era la que, noche tras noche, dejaba su deseo marcado en la madera. Sintió un escalofrío. Era demasiada información. No podía mostrárselo a nadie. No todavía. No sabía si reír, si transpirar, si contárselo a alguien… o si guardárselo solo para él. Su cuerpo empezó a reaccionar sin permiso. La excitación lo superaba. Cerró la laptop. La apretó contra el pecho. —No, no acá... Caminó apurado por el pasillo. Entró al baño. Se encerró en uno de los cubículos. Sentado, solo, con el corazón desbocado y la mente girando como un motor, abrió el video otra vez en el celular. A solas. Con las manos temblando. Lo necesitaba. Tenía que ver ese momento otra vez. La mirada de ella. La postura. La explosión. Y mientras el murmullo de la oficina seguía afuera, Matías se sumergía en ese secreto solo suyo, con la imagen de Laurita grabada a fuego.

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